Uno de los talones de Aquiles de nuestro modelo de innovación, como hemos reconocido honestamente, es la limitación del recurso tiempo. Sencillamente, una institución centrada en lo relacional, diseñada sobre la base de una enorme conversación en flujo, puede correr el riesgo de no terminar produciendo nada tangible. (Nos topamos de nuevo con el dilema demos/cratos). Es por ello, que la dimensión tiempo se reivindica como uno de los seis vectores claves. Aquellas metodologías, enfoques o herramientas, capaces de acelerar los flujos, de recortar los tiempos son, por razones obvias, recursos a tener en cuenta porque multiplican la productividad. O bien permiten el doble de conversación en el mismo tiempo, o bien, posibilitan la misma conversación en la mitad de tiempo. De ahí toda la tradición de proyectos enfocados a la aceleración, la maratón, el sprint y, en general, a la producción intensiva de resultados y afectividades.
Esta dinámica de lo vertiginoso se ve incrementada además porque vivimos en una cultura fast and furious, en una dictadura de lo instantáneo, del aquí y ahora. Aunque no lo reconozcamos todos queremos las cosas para anteayer, y si dependes de un ciclo político, con más razón. Es la consecuencia directa de trasladar el estilo de vida millennial a las instituciones. La innovación, sin embargo, exige muchas veces cocción a fuego lento o, incluso, la libertad de experimentar con varias recetas aunque sepas que la mayoría serán fallidas, como meras pruebas de artista. Experimentar es, normalmente, sinónimo de rodeo, lentitud, meditación, paciencia y vuelta a empezar. Cómo casar este dilema de lo rápido e instantáneo con la necesidad de lo pausado y el cuidado propio para garantizar antes que nada la sostenibilidad de la vida, es todavía una asignatura pendiente de la mayoría de los ecosistemas de innovación y creatividad, sobre todo cuando salimos de la zona de confort del sueldo público, lo cual supone en la práctica una frontera mucho más marcada que cualquier otra.
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